Lo cierto es que la erupción duró casi dos meses, hasta el 27 de marzo, y fue de una enorme espectacularidad, siendo visible desde La Orotava. Un río de lava descendió por el barranco de Binchache o de Arafo, también llamado de Perdomo o de Amador, según los tramos, colmatándolo por completo. Las lavas cercaron por completo la alquería agustina de “Lo de Ramos”, cuyas ruinas se conservan aún. Como consecuencia de la erupción los araferos tuvieron que huir, abandonándolo todo, y se dirigieron en su mayoría a Candelaria; asimismo, es fácil imaginar que ante el temor de la destrucción del pueblo el capellán y los vecinos sacaran en rogativa a la imagen de su patrono, San Juan Degollado. Núñez de la Peña iniciaba la descripción de los efectos de la lava con las siguientes palabras: “Volvamos al volcán y su corriente, que ha sido por dos partes, la una por un barranco que se dice de Amador…”; desgraciadamente, faltan las restantes hojas del cuaderno original. Pero gracias a la crónica que se conservaba en la casa de Benítez de Mesa, escrita a comienzos del siglo XX, conocemos algunos datos de la erupción y de las coladas que bajaban hacia Arafo: Este volcán abrió su cráter entre los Roques, sobre Güimar, corriendo la laba primeramente por el barranco de Perdomo y luego por el de Amador, hasta muy cerca del mar. El testigo de quien tomamos estos datos dice haber salido de esta villa el 11 de Febrero acompañado de varias personas más, entre las que cita al presbitero licenciado D. Tomas Home de Franchy, yendo todos con intención de ver correr el río de fuego que se había formado. Fueron por Pero Gil, y al descubrir la cumbre, una espesa niebla les impedía ver muy poco espacio, pero se oían grandes detonaciones, tan continuadas que su ruido se semejaba al del mar cuando se estrella furioso contra los acantilados de la costa. La neblina, cada vez más densa, fué causa de que, á pesar de llevar guías se perdieran al mismo tiempo que notaban síntomas de una pronta nevada. Como remedio á tanto contratiempo, los expedicionarios prometieron algunas misas á Nuestra Señora de la Candelaria en la parroquia de esta villa. A poco se disipó la niebla y continuaron (no sin dificultades por haber perdido el camino) su viaje al lugar de Arafo, á donde llegaron al toque de Oración, encontrando muy poca gente, pues casi todos habían abandonado sus casas trasladándose á Candelaria. Sin apearse fueron á ver correr el fuego, que se hallaba muy próximo. Pasaron la noche en una posada viendo aquel espectáculo tan grandioso como terrorífico. Del volcán salía una columna de fuego que alcanzaba más de 30 metros de altura, arrojando al mismo tiempo gran cantidad de piedras que se elevaban aún más que la llama. El barranco de Amador, que es profundo, había desaparecido bajo un mar de témpanos de fuego que se extendía llevándose hasta las tierras de sembradura. La lava corría de un modo raro. Ganaba terreno muy despacio, atropellándose y desmoronándose aquellas enormes moles incandescentes que parecían impulsadas por fuerzas infernales. Los témpanos, que ya habían tomado el color oscuro, al chocar y romperse enseñaban sus entrañas de fuego, y todo aquel conjunto aterrador despedía un fuerte olor a fragua. Admirados por lo sublime del fenómeno, apenados por sus efectos y solamente pensando en la salvación de sus almas, volvían á esta villa por el camino de Itote, el licenciado D. Tomás de Home y sus amigos, hace ya la friolera de 200 años. Con el volcán desaparecieron importantes nacientes de agua y las mejores tierras de cultivo de Arafo. Por ello, una vez finalizado el proceso eruptivo, los vecinos se vieron obligados a alejarse de los áridos malpaíses y desplazaron el casco urbano más al norte, levantando sus casas en torno a la ermita de San Juan Degollado, a la vez que se surtían de agua de los nacientes de Añavingo, únicos que quedaban en la zona. Así, en 1779 la mayor parte de la población ya se aglutinaba en el “Camino que va a la Iglesia”. Este chorro de lava que pasó por Chogo y sobre el que hoy se asienta Topo Negro y el barrio de San Francisco Javier, aprovechó el declive del lecho del mencionado barranco para deslizarse hacia el mar, corriendo en dirección a la ermita de la Virgen del Socorro, situada en las playas de Chimisay, y es tradición que gracias a la intercesión de la milagrosa imagen, que fue colocada por los vecinos de Güímar frente a la deslumbrante avenida, se evitó la destrucción de la sagrada residencia, por haberse ensanchado y detenido el arrollador chorro de lava. Este suceso fue descrito en 1958 por la escritora cubana Dulce María Loynaz, en su ameno libro Un verano en Tenerife, pues al hablar de Güímar señalaba: La prima, muy hacendosa, muy discreta, me hace la historia de un milagro. El milagro es la atmósfera natural de este país, y escucho mansamente, dulcemente. Pues sucedió que el volcán se encendió una noche y comenzó a botar ríos de escoria. Justo al pie suyo habían los fieles edificado con devoción tan fervorosa como imprudente una graciosa ermita para su virgen aldeana, y fué allí donde, sobrevenida la catástrofe, buscaron todos un místico refugio. Sin tener en cuenta su pequeñez y ni siquiera su peligrosa situación, que la ponía en medio de la trayectoria a seguir por la lava, las gentes, sólo llevadas por la fe, se fueron juntando en el templo de sus amores. Y sucedió que el tremendo río hirviente al llegar allí titubeó breves minutos... Y, al fin, abriéndose en dos brazos, siguió de largo, dejando en medio, intacta, la iglesia diminuta. Aún puedo verla si me asomo al huerto, allí está todavía blanca y firme. Lo cierto fue que la ermita de la Virgen del Socorro no fue destruida por la lava, pero los movimientos sísmicos sí produjeron considerables daños en ella, por lo que hubo de sufrir una profunda restauración. Otro río de lava más corto pero más ancho invadió los terrenos de El Melozar, sobre el que hoy se asienta el barrio de Fátima, y de él salió un pequeño ramal que se dirigió hacia Güímar, pero que afortunadamente se detuvo por encima de Chacaica, no llegando a afectar a la población pero cubriendo parte de las tierras más fértiles del valle. El 30 de septiembre de 1883, el culto presbítero lagunero Ireneo González, quien a su preclara inteligencia unía la condición de ser oriundo de Güímar, publicó un bello artículo sobre «El Valle de Güímar» en la revista La Ilustración de Canarias, en el que también mencionaba este volcán y resumía la amenaza que supuso para estos pueblos: “Desde esta sierra descendió la inmensa lava de la erupción volcánica más reciente en esta isla, que amenazando destruir los pueblos de Güímar y Arafo, pasó no obstante por entre ambos hasta dos ó trescientos metros distante del mar”. Hoy, las coladas del volcán de 1705 son colonizadas por una rica vegetación endémica y esconde en su interior algunos tubos volcánicos de cierta entidad, como la Cueva de Arafo.
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